Por: Angélica María Pardo López
angelicamaria30@gmail.com
Hace más de 10 años, cuando ni siquiera teníamos página web, escribí un apunte filosófico titulado “para qué sirve el Estado”. El resumen de ese artículo de desahogo es que el Estado colombiano sirve para tres cosas: para nada, para nada y para nada. En estos últimos días he recordado mucho ese apunte ya que de repente ha cobrado una inusitada vigencia.
Hoy quiero utilizar este espacio para referirme a algo que me pasó recientemente y que se relaciona directamente con la obligación de protección que el Estado tiene frente a la ciudadanía y con su potestad sancionadora.
Quien conozca a Bogotá sabrá que cuando uno va en carro por la Calle 80 de occidente a oriente, para coger la Autopista Norte se encuentra con un semáforo que permite el paso entre las dos troncales (en el lugar que antes estaba el monumento a los Héroes). Es un hecho conocido que en ese semáforo se paran ciertos sujetos que esperan la oportunidad para robarse los espejos de los carros que se detienen allí. Esto pasa hace años sin que un agente de policía haga nada al respecto.
Ahora, cuando uno pasa ese semáforo y sigue hacia el norte por el carril central de la autopista, hay otro semáforo a la altura de la calle 85, donde también la situación es bastante peligrosa, porque al demorarse tanto el semáforo, los malandros aprovechan. Cierta vez estuve a punto de que me rompieran la ventana del carro por no dar dinero a alguien que decía haberme limpiado las farolas.
He aquí lo que sucedió la semana pasada hacia la media noche del viernes: después de haber superado los dos semáforos vi un retén integrado por 3 vehículos de la policía y 15 o más agentes. Me pararon. El despliegue era tan exagerado que yo creí que había ocurrido un atentado o alguna cosa similar y que estaban tratando de atrapar a un prófugo de la justicia. Cuando le pregunté a la agente que me paró, no me quiso contestar y, en vez de ello, se rio. Poco después me regresó mis documentos y me notificó que había sido multada por exceso de velocidad: en mi intento por no detenerme en los semáforos antes mencionados (es decir, para alcanzar a pasar en verde) debí haber acelerado más de la cuenta, sobrepasando en 13 kms/hr el límite de 50km/hr establecido. La agente ni siquiera me hizo una prueba de alcoholemia.
Objetivamente, rompí la norma, pero no sin una razón. La razón de ello es que tenía miedo. Iba asustada de lo que pudiera pasar a esa hora en caso de tener que detenerme en esos semáforos de los que yo sé, y todo el mundo sabe, que son muy peligrosos.
Cuando se lo mencioné a la agente, ella reconoció que esos lugares que yo le nombraba eran peligrosos y que pasan a diario allí muchos incidentes. Sin embargo, “la orden que le habían dado” era parar en aquel punto a todo el que se excediera en velocidad, aunque fuera por muy poco, como en mi caso, y sancionar con multa.
La multa no me sirvió de lección para absolutamente nada. No aprendí nada ni considero que haya faltado a mis deberes ciudadanos. En mi criterio, tan solo me estaba protegiendo sin llegar a poner a nadie en riesgo. Sobra decir que no había tomado ni una gota de alcohol (aunque la policía no tuviera noticia de ello ni quisiera indagar al respecto). Para mí lo que hubo fue una injusticia, una trampa que esa noche nos tendió la policía a mí y a muchos otros con el propósito de sacar dinero. La policía sabe cuáles son los puntos de alta criminalidad en la ciudad – como me lo confesó la agente que me multó- y, sin embargo, se enfoca en multar a la ciudadanía en lugar de protegerla. Se trata de un Estado inútil y opresivo.
En vez de hostigar a la gente que trabaja y levanta este país, el Estado debería ver cómo resuelve los problemas de las ciudades y de la nación, entre ellos el de la seguridad, uno de los más urgentes.