Por: Angélica María Pardo López
Para terminar con la serie de apuntes filosóficos relacionados con las tecnologías de la información, esta vez dedicaré mi columna al impacto que ellas tienen en uno de los aspectos más importantes de la vida: el diálogo.
Sin duda, una de las herramientas más disruptivas de los últimos años es el Smart Phone -Teléfono ‘inteligente’ (si es que se le puede decir ‘inteligente’ a algo inanimado). Las cifras son claras: son muy pocas las personas que hoy en día, en cualquier parte del mundo, no cuentan con un teléfono móvil con capacidad de conectarse al internet.
A pesar de que los móviles nos dan la facilidad de conectarnos sin costo con personas que pueden estar al otro lado del mundo tanto por voz, como por mensajes de texto y hasta por videollamadas (lo cual hasta hace 15 años parecía supersónico) y de que se puede acceder a todo tipo de información de forma instantánea, lo cierto es que esta posibilidad también llegó con algunas serias desventajas. Una de ellas es que los teléfonos celulares son un gran obstáculo para que las personas puedan tener conversaciones interesantes, productivas, profundas e ininterrumpidas.
Lo primero que hace una persona corriente apenas se levanta es revisar el celular. También es lo último que hace antes de dormir. En promedio, desbloquea y revisa el teléfono 60 veces al día y está pegado a su pantalla durante un acumulado de tres horas y media. Tres horas y media diarias que podrían utilizarse en tiempo de calidad con seres queridos, productividad, formación, descanso y cuanto se pueda imaginar. Si no le alcanza el tiempo, es probable que encuentre una respuesta en el uso que hace de su teléfono.
La mayoría de la gente gasta casi dos minutos cada vez que chequea su celular, solo para volver a chequearlo dentro de los siguientes tres minutos. ¿Qué hacen? Principalmente mandar mensajes de texto y espiar las redes sociales -eso indica la estadística-. Se trata de un acto inconsciente y compulsivo o, incluso, un hábito, una adicción que cobra un precio inmenso en las relaciones humanas, pues el celular ha logrado destruir la conversación, un aspecto nuclear de ellas.
Mire a su alrededor y cuente cuántas personas están absortas en su pantalla. Puedo apostar que más del 60% de la gente que está a su alrededor está perdida en ella. En los restaurantes, parejas y familias enteras prefieren mirar el celular que conversar entre ellos. En el mejor de los casos, han dejado el celular sobre la mesa (pues es raro que alguien lo mantenga en el bolsillo o en el bolso) y en el extraño caso de que alguno sea capaz de escuchar al otro, concentrarse y decir algo sustancial -superando la barrera de los tres minutos de la revisión por compulsión-, lo más probable es que el maldito aparato arroje una odiosa notificación que nos robará de nuevo a nuestro interlocutor. Ya no se puede hablar. Ya no se puede expresar lo que uno siente y piensa mirando a los ojos. Ya no se puede confiar. Todo el mundo está encerrado en su propia burbuja digital. Si usted se siente solo, el uso que da a su teléfono celular también lo podría explicar. Se necesita de compañía real.
Controlar el tiempo que se dedica al móvil puede contribuir mucho a mejorar nuestras relaciones y nuestra productividad. He aquí algunas formas de lograrlo:
- Saber cuánto tiempo se pierde en el celular. -El mismo teléfono, en ‘Configuraciones’ trae un medidor que dice cuánto tiempo uno gasta en cada aplicación.
- Desactivar las notificaciones que no sean absolutamente necesarias y comprender que siempre se puede contestar después. Establezca un horario fijo para revisar su email y sus redes sociales.
- Poner la pantalla en blanco y negro. Esto hará perder a la mayoría gran parte del interés que prodiga al aparato.
- Desinstalar las redes sociales.
- Establecer una franja de tiempo diario (al menos una o dos horas) en que no se utilice para nada el celular.
- No dejar que la primera y última actividad del día sea revisar el teléfono.
Estos simples pasos mejorarán, paradójicamente, nuestras comunicaciones. Sus seres queridos lo agradecerán y -hay que decirlo- su empleador también.