Por: Angélica María Pardo López
La crisis ambiental que amenaza la existencia de la humanidad no es algo nuevo para nadie de nuestra generación ni de la anterior. Las alarmas de los problemas del calentamiento global, la extinción de especies, la contaminación del agua, etc. se han prendido hace muchos años. Sin embargo, la economía ha seguido avanzando sin consideración de la escasez de los recursos y los gobiernos del mundo no han sido capaces de ponerse de acuerdo en torno a una solución efectiva que impida que nos precipitemos al abismo al que tan decididamente nos encaminamos.
En 1994 entró en vigor la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, instrumento en el cual se acordaron medidas para mitigar el calentamiento global producido por los gases de efecto invernadero y se planteó la estrategia REDD, invención que desde mi punto de vista ha constituido una de las mayores farsas de nuestra historia reciente.
La estrategia REDD, y posteriormente REDD+, es un proyecto de las Naciones Unidas y el Banco Mundial que significa “Reducción de las emisiones derivadas de la deforestación y degradación de los bosques en los países en desarrollo”. El punto de partida de esta “estrategia” es que como el 30% de los gases de efecto invernadero del mundo son producto de la deforestación o de la degradación de los bosques, es necesario detener este fenómeno protegiendo esas áreas verdes de modo que no se libere a la atmósfera el carbono que provendría de su destrucción.
Ahora bien, ¿cómo lograr esa protección a nivel global? La idea es que los bosques reporten a sus propietarios un mayor valor en pie del que tendrían al ser talados. Esto se lograría por medio de la cuantificación del carbono que pueden almacenar los árboles de determinado territorio y la expedición correspondiente de ciertos títulos o “bonos de carbono” por los que pagarían gobiernos o privados que con esta compra “compensarían” la contaminación que causan.
Aunque es cierto que las fronteras de actividades como la agricultura, la ganadería y el desarrollo de infraestructura han crecido a costa de importantes espacios forestales, lo cual constituye un tema de la mayor urgencia, no hay que pasar por alto que no es esto, sino la quema de combustibles fósiles, la causa más importante de nuestra preocupante situación ambiental. El 70% de los gases de efecto invernadero son el resultado de la quema de combustibles fósiles por vehículos y plantas industriales. ¿Por qué entonces no se ataca esta importante causa en lugar de ocuparnos de la que representa el solo el 30%?
Por la anterior razón, pero también por otras que enseguida expondré, la elucubración de asignar valores mercantiles a la naturaleza a través de programas como REDD, deviene más que sospechosa. En primer lugar, muchos de los territorios que resultarían afectados por REDD están ocupados por comunidades indígenas que no tienen derechos claros de propiedad sobre las tierras y que están siendo desplazadas para poder poner el programa en marcha. En segundo lugar, existe el riesgo (ya hecho realidad) de que los terrenos selváticos se compren por privados para la siembra de monocultivos forestales -por ejemplo palma de aceite-, con lo cual se estaría generando una absorción y almacenamiento de dióxido de carbono, pero no se estaría evitando la destrucción masiva de los ecosistemas originales. Al final, el remedio resulta ser peor que la enfermedad.
Lo que hay detrás de esta estrategia es una élite mundial retardataria que no quiere perder ni un céntimo y que se empeña en la ocultación de los verdaderos problemas ambientales y de sus responsables. REDD es una falsa solución porque deja incólumes a los grandes industriales, para quienes es más barato comprar bonos de carbono y seguir contaminando que sustituir las tecnologías que tienen por otras que respeten el medio ambiente. Es también una falsa solución porque no menciona, no se ocupa y no le importa la deuda ecológica que tienen los países del norte con el sur global. Para ellos es más fácil responsabilizar a los países en desarrollo de la conservación de los bosques que promover en su ciudadanía unos hábitos diferentes en los estilos de vida y los patrones de consumo.
Hoy, después de más de 20 años de la Convención, mucho se ha avanzado en la instalación de la estrategia REDD en los países latinoamericanos pero nada en la detención o, al menos moderación, de un modelo de consumo desproporcionado y desigual que nos lleva hacia la ruina ambiental.