Por: La Directora

Hace seis meses usar mascarilla era poco menos que inaceptable. Cubrirse era sinónimo de no querer dar la cara y el tapabocas -fuera de los espacios hospitalarios- era considerado un artefacto reservado para ladrones o vándalos fugitivos. En efecto, no poder ver la cara y la expresión del prójimo mina la confianza interpersonal que emana de los gestos. Hoy, no obstante, usar mascarilla se ha vuelto un culto promovido por los medios de comunicación y los políticos, y un dogma incuestionado por todos nosotros.  

El uso de mascarilla no es más que una manifestación de poder y control sobre el ciudadano. La poca evidencia científica sobre su efecto en la reducción del contagio, la evolución misma de la enfermedad y la posición inicial de las autoridades dan fe de ello. 

Como recordará el lector, al principio de este tortuoso año todas las autoridades de salud estaban de acuerdo con que el tapabocas solo debería ser utilizado por personal médico, personas enfermas o sus cuidadores. También decían que el uso generalizado del mismo no solo no producía ningún efecto positivo en la contención del virus, sino que además hacía las cosas peores, pues da una sensación falsa de seguridad (por lo que personas vulnerables podrían estar visitando lugares de alta exposición con la creencia equivocada de que un tapabocas los protege), multiplica las veces que el usuario lleva sus manos a la cara y recoge bacterias y suciedad mezclada con humedad y aire no liberado: condiciones perfectas para la incubación de todo tipo de enfermedades. 

Además de todo aquello, trae consecuencias nocivas para quienes tienen problemas respiratorios, para quienes tienen dificultades auditivas y necesitan ver los labios de quien habla para entenderle y, obviamente, para quienes se ejercitan, que no hacen el adecuado intercambio de oxigeno y dióxido de carbono en un momento en que tanto lo necesitan. 

Todo esto se basa en evidencia científica recogida desde la última gran pandemia de 1918 pero, además, se trata de simple sentido común. 

De repente, las autoridades dieron un giro de 180 grados e hicieron obligatorio el uso (incluso al aire libre y en lugares completamente desolados) de tapabocas, también conocidos como “mordazas” o “bozales” en otras partes del mundo donde ha habido menos conformidad frente a esta ‘medida’. 

Claro que no todos los países del mundo han hecho obligatorio este artefacto. Los Países Bajos, por ejemplo, solo exigen el uso de mascarillas en el transporte masivo cuando la distancia entre las personas sea muy pequeña y el tiempo de exposición sea prolongado. La razón de ello es que “desde un punto de vista médico, no hay evidencia del efecto positivo de usar tapabocas”. Tampoco es obligatorio en Estonia. La autoridad encargada de ese país declaró que ello se debe a que el manejo de la crisis debe ser razonable, lógico y tener fundamentos científicos. Del mismo modo, Suecia no ha impuesto el uso de tapabocas como obligatorio por considerar que “las mascarillas son una solución fácil, y no hay que confiar en las soluciones fáciles para los problemas difíciles”. Ahora bien, es en estos países, justamente, que la crisis ha sido controlada. De hecho, Suecia es el único país de Europa donde no se ha presentado la llamada “segunda ola” de la enfermedad. 

El uso del tapabocas es totalmente indiferente frente a la evolución del número de contagios. Es claro por los hechos. En Colombia y Grecia, por ejemplo, el número de casos se disparó poco después de que se hiciera obligatorio el uso de esta prenda. En España, la curva empezó a decaer cuando aún nadie usaba tapabocas. Ahora que su uso es obligatorio, los casos volvieron a aumentar. La situación de países como Colombia, Perú, Japón e Israel no es mejor (es, ciertamente, mucho peor) que la de países como Holanda, Suecia o Estonia, a pesar de que los primeros han sido increíblemente estrictos y han obligado a sus ciudadanos a usar mascarillas, al paso que los segundos han actuado de una forma que podríamos llamar “relajada”. 

Usar tapabocas no ayuda en nada, pues el tamaño del coronavirus es demasiado pequeño (apenas 100 nanómetros), por lo que puede pasar sin ninguna dificultad a través de una mascarilla quirúrgica – ¡¡ni qué decir de una mascarilla de tela!! 

Está claro que todos queremos hacer lo que esté en nuestras manos para ayudar a que todo lo que hemos vivido este nefasto año termine; sin embargo, permitir que se nos impongan obligaciones ilógicas, faltas de sentido común, evidencia científica y en torno a las cuales no ha habido más que contradicciones, no ayuda para nada. Por el contrario, aceptar este tipo de cosas de forma acrítica jugará muy seguramente en contra de nuestras futuras libertades civiles.